FAROS


 

Desde siempre, los faros se han utilizado para orientar a los navegantes en su navegar cercano a la costa y evitar así que, al chocar contra los escollos que en ellas se encuentran, pudiesen zozobrar, máxime en las horas de oscuridad, en las noches donde la luz se ha retirado para alumbrar otros océanos.
 
Los faros atraen a todo el mundo, y, en particular, a ciertas personas de forma extrema e inexplicable, pues si se les preguntase el por qué de ese imán que reclama su acero, oculto en su interior, sólo podrían esbozar unas palabras incapaces de alumbrar el sentimiento profundo que, ante su visión, renace como un ave fénix de sus propias cenizas ardientes.
 
En un faro está toda la Tradición verdadera expresada, resumida y mostrada: la Luz que despeja las tinieblas, la torre erguida hacia lo alto, el cielo tachonado de estrellas pero con sus cimientos profundamente asentados en la tierra que le acoge, la soledad necesaria para recorrer ese camino, subir las escaleras hasta la parte más alta y desde ahí vislumbrar el océano de la creación toda.
 
En cierto momento olvidamos, o dejamos de prestar atención, ese faro que nos guiaba y guía y nos dimos de bruces contra los muchos escollos de la costa personal, en innumerables ocasiones, en repetidas veces.
 
Pero su recuerdo es imborrable, pues forma parte de la misma Esencia que nos constituye, de lo Único que todo lo Es y, así, en cierto momento mágico, una sola Palabra hará que ese olvido termine, haciendo que, de nuevo, el faro brille con la luz propia que siempre tuvo, aclarando la visión profunda y única que todo lo ve.
 
Todos somos nuestros propios faros, porque la luz que emiten, emitimos, es siempre la misma, la única posible, la que despeja la oscuridad e ilumina el paisaje que aparenta rodearnos, intentando distraernos del verdadero viaje que realizamos surcando el Mar de la manifestación.
 
Sólo ocurre que , contemplando la estela luminosa posada en el mar, acabamos por olvidar de dónde surge esa misma Luz y nos quedamos atrapados por el paisaje y la búsqueda de la claridad que cierto día tuvimos y sabemos que fuimos y somos.
 
Porque el recuerdo siempre está vivo, ahí, esperando, como el faro, firmemente arraigado sobre las rocas que parecen a duras penas sostenerlo frente a los embates de la embravecida mar.
 
Y esos ataques dejan de serlo cuando el faro se da cuenta que los ve, mostrando su luz en todo su esplendor, esa misma luz que alumbra toda la existencia, aquella cuya ausencia permite que aparezca la oscuridad, esa que no pertenece a nadie, sea el faro que sea, porque cada cual elige el diseño del faro y el cristal por donde tamizarla, sin poder arrebatarle ni una pequeña chispa de su poderoso Fuego.
 
“Ora, lee, lee, relee, y encuentra” reza un antiguo adagio hermético.
 
Ora significa la devoción verdadera, el impulso que hace que reconozcas que olvidaste encender tu faro y que pide humildemente ayuda sabiendo de su incapacidad para restaurar su propia Luz.
 
Lee, lee y relee, una y otra vez, repasando esas palabras santas que empujan el portón del faro cerrado a cal y canto por la idea de que nada puede hacerse, pues leer y releer así significa echarse a un lado, dejar de interpretar, intelectualizar, elucubrar, sobre los posibles significados que las mismas puedan tener, los cuales siempre serán escollos que el faro no alumbrará con la luz de la inocente humildad, la única que enciende las hogueras que merecen realmente la pena.
 
Encuentra, sí, porque todo está a tu alcance, allí, allá, más allá, es decir, aquí, ni lejos ni cerca, ni arriba ni abajo, porque todo lo que Es impregna mar, faro, farero y escollos, sin duda posible alguna.
 
Deja que la Palabra llegue, que penetre y pulse el interruptor de la potente luz.
 
De todas formas, jamás podrás evitarlo.

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